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viernes, 8 de mayo de 2009

Intolerancia, religión y ateísmo

Artículo de francisco gil hellín, arzobispo de burgos/ agosto de 2008

Desde hace algún tiempo, es frecuente leer y escuchar que las personas religiosas son intolerantes. Se hace esta afirmación, porque se piensa que la intolerancia es el destino de quienes sostienen que hay verdades absolutas. Por verdad absoluta entienden la religión y, más en concreto, la religión católica.

La consecuencia es clara: la persona que quiere ser tolerante, no puede ser católica y si alguien se presenta como católico convencido, hace confesión pública de intolerancia y, por ello, de persona peligrosa para la convivencia. El resultado final ha de ser orillar y postergar a esas personas, en cuanto enemigos públicos.

No es infrecuente que tal acusación proceda de [algunos] sectores encuadrados en un fanatismo laicista, ateo, o agnóstico militante, que no sólo no admite la manifestación de ese gran principio cristiano «Dios es Amor», sino que le declara la guerra. Seguramente se imaginan que la verdad, la felicidad y el bien común se encuentran en la negación de los valores morales y religiosos.

El cardenal Giacomo Biffi, anterior arzobispo de Bolonia (Italia), desmontaba, recientemente este tópico. Y lo hacía con un argumento empírico-científico incuestionable. A saber, que la realidad histórica demuestra que la intolerancia, que llega hasta el asesinato en masa de inocentes, entra en el acontecer humano con el triunfo político de la razón separada de la fe; con el triunfo del «librepensamiento». De hecho, el principio de que es lícito suprimir categorías enteras de personas por el solo hecho de ser consideradas obstáculos objetivos para la imposición de una ideología, fue aplicado por primera vez en la historia en 1793, con la incansable actividad de la guillotina y con el genocidio de La Vendee.

Los frutos más amargos de esta semilla se produjeron en el siglo XX, el siglo más sangriento que se conoce, con la masacre de los campesinos rusos por parte de los bolcheviques, con la solución final del problema hebreo por los nazis, con las matanzas de camboyanos llevadas a cabo por los comunistas, entre otros.

En la cultura dominante, la duda está bien vista; en cambio, las certezas se miran con sospecha. Aunque, para ser más precisos, habría que afirmar que lo que se mira con sospecha no son las certezas sino las certezas de los demás. Tienen certezas y no las discuten, ocupados como están de acusar a los demás de dogmatismo.

Por otra parte, es interesante observar que el desprecio de las certezas de los demás se da sólo sobre cuestiones morales o religiosas: ninguno de los que aceptan la duda se dejaría operar por un cirujano que no estuviera seguro de su competencia, ni subiría al avión de una compañía aérea que manifestase incertidumbres sobre la seguridad del vuelo. No es cierto que la seguridad en la fe sea, de hecho, causa de intolerancia.

Pueden existir católicos que sean intolerantes. Pero su intolerancia no procede de la religión que dicen profesar, sino de la no profesión real de esa religión.

No es posible, en efecto, que sea causa de intolerancia una religión cuyo dogma fundamental es que «Dios es Amor». El que profese esta religión, ni puede ser intolerante ni origen de intolerancia, en el sentido de incapacidad de apreciar los valores allí donde se encuentran.

La intolerancia procede de la cerrazón mental que no hace distinciones.

Pero la cerrazón mental no es patrimonio exclusivo de personas creyentes, sino que se encuentra tanto en espíritus incrédulos como en espíritus religiosos. A Santo Tomás de Aquino le gustaba repetir: «Toda verdad, la diga quien la diga, viene del Espíritu Santo». Bastaría esta frase, que no tiene reciprocidad en la llamada mentalidad tolerante, para comprender hasta qué punto puede ser abierto un creyente.

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