Asociación Ronda80. Voluntariado

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martes, 17 de mayo de 2011

La cortesía es tender puentes. La amabilidad sana heridas

reportaje de juan meseguer/ www.acepresa.com /miercoles 11 de mayo de 2011



Los Juegos Olímpicos de Pekín 2008 y la Exposición Mundial de Shanghái 2010 dieron a China la oportunidad de mejorar su imagen exterior. Pero las autoridades no querían limitarse a levantar edificios sin alma; había que cultivar también a cada ciudadano... O, por lo menos, a los de Pekín y Shanghái. “Sin duda, estos edificios espectaculares impresionarán a todo el mundo”, proclamaba triunfante el China Daily en 2007. “Muy pocos se atreverán a cuestionar la habilidad de nuestro país para presentar un soberbio hardware, pero a algunos les preocupa nuestro pobre software; esos malos modales que lucen muchos ciudadanos chinos”.



La guinda final era una exhortación a mantenerse en esta línea: “Los buenos modales no sólo son para los eventos; son fundamentales para alcanzar el objetivo del país de construir una sociedad armoniosa, mantener el nivel de desarrollo y ganarnos el respeto de todo el mundo. Cultivar los buenos modales de nuestros ciudadanos es mucho más importante que ganar 100 medallas de oro”.

Algo más que “poder blando”.



Así concebidos, los buenos modales serían una especie de “poder blando” con los que China pretende mejorar su imagen exterior. Pero la cortesía de los ciudadanos de Pekín y Shangái servirá de poco mientras las autoridades chinas sigan exhibiendo sus “malos modales” con los disidentes en el país […].



Agradar, ¿para qué?

El caso de China refleja el riesgo que conlleva instrumentalizar los buenos modales. La exquisita sensibilidad oriental parece desvirtuada aquí por un formalismo orientado a ganarse el favor de la opinión pública mundial. El buen gusto no sólo es una tentación para el régimen chino. A los jóvenes de hoy, el mítico libro “Cómo ganar amigos e influir sobre las personas”, del estadounidense Dale Carnegie, les podría parecer una guía perfecta para fabricar hipócritas.



Publicado en 1936, este best-seller ofrece algunas técnicas para agradar en las relaciones sociales. Hay consejos muy variados: unos van dirigidos a mejorar habilidades como hablar en público o ser un buen conversador; otros enseñan maneras de mostrar aprecio real por los demás; pero también hay otros que reducen a los demás a meros espectadores del ego-business.



El libro encandiló a una generación de norteamericanos que, en general, veían con buenos ojos el principio “si quieres recoger miel, no des puntapiés a la colmena”. La amabilidad se presentaba como una forma de reforzar la cohesión social. Otra cosa es que algunos quisieran sacar provecho propio.

Fue quizá esta vertiente utilitarista de los buenos modales lo que inclinó el péndulo hacia el extremo contrario. Como explica Christine B. Whelan, profesora de sociología en la Universidad de Pittsburgh, la revuelta contracultural de los años sesenta y setenta desafió esta mentalidad.



La cortesía comenzó a verse como un artificio. La sinceridad sin paños calientes –“yo digo lo que pienso, pise los callos que pise”– y la expresión de las emociones, aún de las más viscerales, se presentaron como lo más auténtico. Quizá no habían leído a Roland Barthes, para quien “la cortesía es más generosa que la franqueza, pues significa que uno cree en la inteligencia del otro”.



El año pasado, Whelan hizo un experimento con sus alumnos. Les dio a leer el libro de Carnegie y después tenían que contestar dos preguntas: “¿Crees que sus consejos funcionan?” y “¿Te parecen honrados”.



“La respuesta a la primera pregunta fue un rotundo sí”, explica en un artículo publicado por Big Questions Online. “Te contaban cómo se habían librado de multas por exceso de velocidad, cómo habían arreglado un noviazgo o cómo se habían ganado la aprobación de sus suegros potenciales gracias a las técnicas amigables de Carnegie”.



Tal vez por eso el interés por los buenos modales y por el protocolo es una de esas cosas que siempre vuelven, aunque sea por motivos de saber manejarse en el ambiente laboral y social.

La segunda pregunta, en cambio, dividió a la clase. Eso de sonreír a alguien por quien no sientes ninguna simpatía, ¿no es un poco hipócrita? Claro que funciona y que la gente enseguida corresponde, reconoce un alumno. Pero se siente –añade– como si se estuviera mintiendo a sí mismo.



Siguiendo a C. S. Lewis, Whelan propuso una reflexión a sus alumnos: comenzar a hacer cosas por los demás es una forma de empezar a quererlos. Más que hipocresía, es un intento de tender puentes: “Tratar a los demás ‘como si’ ya existiera una amistad es un primer paso para crearla”.

Y también para cambiarse a uno mismo. Así lo veía el moralista francés Jean de la Bruyère (1645-1696): “La cortesía hace aparecer al hombre por fuera tal como debería ser interiormente”.



La realidad es que vivir en la perpetua espontaneidad no es viable. Dominique Picard, autior de dos libros sobre la cortesía, declara a La Croix (12-01-2011): “La cortesía es, por una parte, un sistema de reglas un poco formal (...). Pero, en su base, es el aceite que se pone en la maquinaria de las relaciones sociales, lo que permite vivir juntos respetando al otro, de manera que todo el mundo tenga su sitio”.



La amabilidad sana heridas

Gill Corkindale, experta en administración de empresas y ex gerente del Financial Times, también es de las que piensan que la amabilidad no es un artificio. De hecho, según cuenta en su blog de la Harvard Business Review, fue el apoyo de sus colegas lo que le ayudó a recuperar la ilusión en el trabajo tras un duro golpe.



Su vida profesional transcurría sin grandes sobresaltos; a los períodos de más estrés seguían otros de calma. Dedicaba bastantes horas a mejorar su formación y se preocupaba mucho por los asuntos cotidianos.



Todo iba sobre ruedas hasta que un día le dijeron que un familiar muy querido había muerto de forma inesperada. “Me quedé de piedra, absolutamente desconcertada. Durante varias semanas fui incapaz de pensar o de hablar sobre el trabajo. La vida se detuvo, y no tenía fuerzas para empezar de nuevo”.



Hubo dos cosas que le ayudaron a recuperarse poco a poco. El shock –reconoce con una sinceridad que desarma– le abrió los ojos y le hizo caer en la cuenta de que había mucha gente a su alrededor que también tenía problemas serios.



Un banquero joven le contó lo mal que lo pasó cuando falleció su hermana de 27 años; un empresario de 47 años le confesó sus batallas por superar la alcoholemia que había acabado con las vidas de su padre, su hermano y su tío antes de cumplir los 50; otra colega le dijo que estaba exhausta de cuidar a su hijo de 6 años, que padecía una enfermedad terminal...



La segunda cosa que le ayudó a salir adelante fue el aprecio de sus jefes y de sus colegas. “Me dieron tiempo y espacio suficientes para recuperarme. Respetaban mis deseos de estar a solas y, a la vez, me animaban a dar pequeños pasos para salir adelante. La amabilidad marcó la diferencia”.

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