comentario al libro de gustavo bueno, catedrático de filosofía de la universidad de oviedo/ www.aceprensa.es / martes 26 de enero de 2010
Legalizar una ley del aborto como la presentada por el gobierno español es un síntoma claro de la corrupción ideológica y práctica de una democracia. Esta es la tesis que defiende el filósofo Gustavo Bueno, un conocido representante del materialismo filosófico, en un capítulo de su último libro “El fundamentalismo democrático” (Temas de Hoy, Madrid, 2010).
No es habitual encontrar un análisis sobre la ley del aborto en un libro dedicado a la corrupción democrática. A menos que se entienda la corrupción, como hace Bueno, en un sentido más amplio de los definidos por el marco legal. A su juicio, hay toda una gama de “corrupciones no delictivas” que no por ello dejan de ser una “perversión” de la democracia.
Para Bueno, la ley de plazos del aborto es uno de los casos más sonados de “degeneración democrática” al que hemos asistido en España en los últimos años. Y eso, principalmente, por tres razones.
El aborto no es progreso
En primer lugar, por la carga ideológica que lleva la reforma desde su concepción. Tal y como indica Bueno, la idea de una ley de plazos fue presentada por Zapatero recién obtenida su segunda victoria electoral (2008) dentro de un proyecto de “giro a la izquierda”.
Bueno cree que entender el aborto como un contenido propio de un programa de izquierdas es una consideración “totalmente gratuita y temeraria”. Como también lo es la identificación entre progresismo y aborto. Más bien, habría que ver el aborto “como un regreso o ‘retroceso reaccionario’ a la época de la barbarie”.
Para justificar esta afirmación, Bueno recuerda que el aborto provocado solo puede considerarse un progreso como técnica del control de la población alternativa al infanticidio, pero aun así es algo propio de una época bárbara. Incluso si se consideran las cosas sólo desde este punto de vista limitado, parece bastante claro que el recurso al aborto en las civilizaciones avanzadas representa “un arcaísmo inadmisible”.
La segunda razón que invoca Bueno para considerar la nueva ley del aborto como un caso de corrupción democrática es la estrategia seguida por el gobierno para “zanjar la cuestión reduciéndola a un enfrentamiento entre los ‘defensores racionalistas’ del aborto y los antiabortistas ‘que se apoyan en la Conferencia Episcopal’”.
Según este planteamiento, quienes se oponen al aborto lo hacen por motivos estrictamente religiosos. El gobierno respeta la posición de los fieles, pero éstos no pueden aspirar a imponer a la mujer embarazada sus convicciones religiosas. En último término, la cuestión del aborto sería un asunto privado.
Con esta sencilla argumentación, el gobierno aspira a silenciar a los discrepantes. La ausencia de un debate filosófico serio sobre el aborto se compensa con el puro voluntarismo político, “aduciendo que el único criterio práctico de resolución habría que buscarlo en lo que el pueblo decida a través de las Cámaras”.
“Lo que importaba es tramitar la ley cuanto antes y conseguir su aprobación en el Parlamento democrático. La ley de plazos del aborto quedaría justificada en el momento en el cual hubiera recibido su condición de ley democrática. Por ello la postura antiabortista debería considerarse como un simple residuo propio de las concepciones más reaccionarias de la época medieval”.
Una vida independiente del deseo
El tercer argumento de Bueno se dirige contra el supuesto “derecho al aborto” que tendría la mujer embarazada. La identidad individual del nasciturus, presente en cada fase del proceso ontogenético, hace que el argumento del “hijo no deseado” salte por los aires: “La vida de ese hijo que tiene ya una identidad singularizada no tiene nada que ver con que otra persona, aunque sea su madre, lo desee o lo deje de desear”.
“(...) ¿Y qué le importa al germen, al embrión, al feto o al infante, que tienen una vida individual propia y autónoma respecto de la madre, el no haber sido deseado por ella? ¿Acaso puede un hijo asesinar a sus padres porque no desea tenerlos?”
Unido a lo anterior está la crítica a la idea misma de una de ley de plazos para el aborto provocado: “Tan justificada (a efectos de control de la población o de la defensa de la madre ante los hijos no deseados) como la legalización del aborto en la semana catorce estaría la justificación del aborto en la semana treinta y cinco o incluso la legalización del infanticidio”.
La conclusión de Bueno es clara: “El proyecto de ley de plazos del aborto, con los fundamentos que para ella nos ofrecen sus defensores, manifiesta un gravísimo estado de corrupción ideológica de los dirigentes de la democracia realmente existente”. Si la ley vigente es éticamente inadmisible, “por lo menos no trata al aborto como un derecho de la mujer”.
Bueno reserva un certero dardo final para quienes se agarran a la polémica en torno al aborto de las menores sin el conocimiento de los padres, en lugar de abordar la cuestión más radical: “Quienes concentran sus protestas en este detalle del proyecto y se escandalizan ante él, al mismo tiempo que mantienen silencio ante lo principal, demuestran un grado de corrupción o de mala fe aún mayor que el de quienes apoyan explícitamente la ley del aborto en todas sus líneas”.
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