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jueves, 12 de noviembre de 2009

El consumo del amor romántico… no es lo que era


Artículo de ana marta gonzález, directora de culture& lifestyle del social trends stitute y profesora titular de filosofía moral de la universidad de navarra/www.aceprensa.com/ miércoles 4 de noviembre de 2009

El amor parece una cosa privada, más apta para sutilezas psicológicas y reflexiones antropológicas que para análisis de tipo sociológico. Este último enfoque, sin embargo, es muy pertinente desde el momento en que la práctica del romance y del matrimonio se encuentra configurada por la sociedad y la cultura. El libro de Eva Illouz, El consumo de la utopía romántica (1), analiza los modos en que la sociedad del capitalismo avanzado vincula el desarrollo del romance a determinadas prácticas de consumo. El libro, publicado en inglés en 1997, fue premiado en 2000 por la American Sociological Association como el mejor libro de sociología de las emociones. A partir del análisis de un amplio y heterogéneo material de la sociedad americana –imágenes publicitarias, películas, novelas, relatos autobiográficos, libros de autoayuda, revistas femeninas y entrevistas–, Illouz explora en profundidad los vínculos entre amor y capitalismo.


Amor y capitalismo

La tesis central del libro es que el amor romántico en la época contemporánea participa de la ambivalencia que caracteriza a la misma sociedad capitalista. Esta, por un lado, ha fomentado la incorporación de todos los grupos sociales al mercado, creando así un espacio simbólico común muy poderoso; pero, por otro, ha seguido alimentando las diferencias sociales, particularmente visibles en la esfera de la cultura y de los gustos, aunque en el fondo expresivas también de diferencias socioeconómicas.

En este sentido, sostiene Illouz que el amor romántico contemporáneo participa de esa ambivalencia característica del capitalismo tardío, o, como diría Daniel Bell, de “las contradicciones culturales del capitalismo”. Pues, por un lado, el amor se nos presenta como igualmente accesible a todo tipo de personas, incluso sugiriéndonos la posibilidad de superar toda diferencia de clase. Por otro lado, sin embargo, las prácticas del romance, y en mayor medida del matrimonio, siguen haciéndose eco de las diferencias sociales, porque los recursos materiales y culturales necesarios para reducir la distancia entre el romance y la vida cotidiana tampoco son igualmente accesibles a todas las personas.

En efecto: frente a la práctica del cortejo, que suponía la visita del novio a la casa de la familia de la novia, y que era por ello característica de las clases acomodadas, la actual práctica de citas románticas –ciertamente mucho más formalizada en los Estados Unidos (dating) que en Europa– puede interpretarse como el resultado de un proceso de “democratización” del romance practicado por las clases inferiores a principios de siglo. Poco a poco, por la influencia creciente del mercado y de los medios, habría ido calando gradualmente entre las clases medias. A diferencia de estas últimas, las primeras no podían permitirse invitar a nadie a sus casas, de modo que el romance tenía que transcurrir en el espacio público, proceso luego facilitado y progresivamente potenciado por el mercado, que vino a ofertar ámbitos de ocio y consumo como el cine, democráticamente asequibles a todos.

Ese encuentro entre el romance y el mercado constituyó el principio de una historia que refleja la intersección de dos procesos: la romantización de los bienes de consumo (romanticization of commodities) –proceso por el cual dichos bienes adquieren cierta aura romántica en las películas y en la publicidad de principios del siglo XX– y la mercantilización del amor romántico (commodification of romance) –proceso mediante el cual las prácticas amorosas se van asimilando y entrelazando paulatina e imparablemente con el consumo de las tecnologías y los artículos dedicados al ocio que va ofertando el nuevo mercado masivo de la época (cf. p. 50).

En efecto: una mirada a la historia del cine y la publicidad atestigua la creciente importancia del amor como tema en la cultura de masas, así como la creciente asociación del amor y el consumo. Por estas vías, la sociedad capitalista se hace eco de la relevancia cultural adquirida por el amor romántico en el siglo XIX. Es este mismo ideal el que, acogido por la cultura de masas de principios del siglo XX, llega a convertirse después en esa “utopía visual”, explotada sin cesar por el cine, y que de un modo u otro ha configurado las ideas sobre el amor de sucesivas generaciones (cf. p. 153).


La reificación de la utopía romántica

Sin duda, un recorrido por las expresiones visuales de la utopía romántica permite advertir también significativas variaciones en el tema del amor y su relación con el consumo. Así, mientras que la publicidad anterior a la década de los 30 se servía con frecuencia de imágenes domésticas para incitar al consumo, el periodo de entreguerras refleja un incremento de la publicidad centrada en la expresión del yo. Como observa Illouz, “los nuevos anuncios incitan a quienes los leen (en su mayoría mujeres) a utilizar los productos para la expresión del yo como armas de ‘seducción’ y de reafirmación” (p. 63).

Junto con ello, las imágenes publicitarias de la época, en abierto contraste con la moral victoriana anterior, empiezan también a reflejar una ética hedonista que vincula el amor sobre todo con “las emociones, las aventuras, el exotismo y las experiencias intensas por puro placer”; es decir, temas que explotan la secular vertiente “anti-institucional” y rebelde del amor.

Aunque en la cultura de masas cabe apreciar esa doble imagen del amor que, de un modo u otro, acompaña desde hace siglos a la cultura europea –el amor como tarea doméstica y cotidiana y el amor como utopía de expresión y libertad–, es sobre todo esta última –el amor como utopía- la que ha quedado grabada con más fuerza en el imaginario colectivo. Posiblemente hay razones para ello.

Sin embargo, característico de la práctica del romance en el capitalismo tardío es que esta imagen aventurera del amor ha quedado vinculada en nuestra mente al consumo de ciertos bienes y a ciertas prácticas de ocio: “La posibilidad del romance llega entonces a depender de una puesta en escena correcta, ya sea en un cine, en un restaurante, en un salón de baile, como se ve en las películas y en las imágenes publicitarias. A su vez, esa dependencia se ve extendida por la presión para consumir que se inmiscuye en el seno íntimo del matrimonio” (p. 119).


La estética utópica de la publicidad

Ahora bien, ¿cómo ha sido posible esta gigantesca transferencia del contenido emocional del romance a los bienes y prácticas de consumo? En buena parte esto ha sido obra de la publicidad.

Es sobre todo a partir de la década de los 20, “cuando la industria publicitaria deja de dedicarse a ofrecer información sobre los productos y comienza a preocuparse por vincularlos con bienes intangibles como la felicidad, las buenas relaciones, la moda, la belleza, la fama y el glamour”. En efecto, “lo que caracteriza a la fórmula romántica posmoderna es la fusión de la cultura con la mercancía, la construcción del deseo en el idioma del consumo” (pp. 124-5).

En esto la publicidad actual sigue reflejando la ética hedonista y expresivista incoada en periodos anteriores. Sin embargo, presenta también ciertos rasgos característicos. Así, por ejemplo, “la concepción actual de una vida en pareja aislada del resto del mundo no supone una reclusión en el seno cálido de la intimidad familiar, fuera de la esfera pública, sino un ingreso en el ámbito eufórico del ocio, lo que a su vez implica retirarse del mundo industrial urbano, sus reglas, sus procedimientos y sus restricciones.

Mientras que el yo romántico de la clase media en el siglo XIX habilitaba el acceso a la estabilidad familiar, los roles de género y el universo elevado de la introspección, el cultivo del yo romántico en la actualidad puede liberar impulsos dionisíacos orientados a vivir el momento presente en su máxima potencia” (p. 131).


El romance, de la mano del ocio

Acudiendo a las categorías de Durkheim, diríamos que se ha pronunciado la distancia entre la “profanidad” de la vida cotidiana, marcada por el trabajo productivo, y la “sacralidad” del romance, definido por el ocio y el consumo. Como observa Illouz, el icono contemporáneo más representativo de esta oposición entre trabajo y romance es el turismo –el romance vinculado a la “escapada”–.

En aquellos pocos casos en que los anuncios publicitarios muestran o sugieren el hogar –por ejemplo, representando una pareja en un ámbito familiar–, “el espacio doméstico posee una fuerte carga estética”, destinada a transmitir una visión idealizada de la relación, en la que va implícita la negación de lo cotidiano (cf. p. 128). Asimismo, la exhibición de la proximidad física o emocional característica de muchos anuncios sirve al propósito de sugerir la existencia de un vínculo igualitario –otro elemento utópico– en el que ambas partes se esfuerzan por fusionarse, anulando cualquier idea de subordinación, y en último término incluso la misma diferencia sexual –con frecuencia difuminada a los ojos del espectador, como efecto de la misma proximidad física (cf. p. 129).

Mediante imágenes estereotipadas –paradigmáticamente la playa desierta–, la publicidad evoca la idea del paraíso perdido, y pone en acto una estética que combina “el pasado de la autenticidad perdida, el presente eterno de la intensidad (y el consumo) y la intemporalidad de lo sagrado”.

En último término, señala Illouz, el potencial de la utopía romántica, reificada por la publicidad, reside en su capacidad de reafirmar los valores del capitalismo postindustrial mientras los convierte en símbolos de sencillez primitiva y emotividad pura (cf. p. 146).

El romance –o su representación– se revela como uno de los fenómenos en los que mejor se ve el alcance del discurso posmoderno sobre la desaparición de la frontera entre realidad y ficción (cf. p. 209). Uno ya no sabe si sus ideas sobre el amor responden a la realidad o a la representación de la realidad, que entretanto ha sido completamente asimilada. En esta línea, Illouz sugiere que “el amor posmoderno le da una vuelta de tuerca a la máxima de La Rouchefoucauld. En lugar de pensar que ‘hay personas que jamás se habrían enamorado si no hubieran oído hablar del amor’, la condición romántica posmoderna nos invita a suponer que muchas personas dudan de estar enamoradas precisamente porque han oído hablar demasiado del amor” (p. 242).


El romance posmoderno: la aventura y el amorío

Otro elemento característico de la vivencia contemporánea del romance, que señala Illouz, es su carácter episódico. Y es que, frente al carácter “absoluto” del romance decimonónico, que aspiraba a comprometer la vida entera, el romance posmoderno constituye una experiencia más. “Si bien el posmodernismo ha adoptado la idea de que los textos narrativos constituyen los cimientos de nuestra identidad, dicha corriente rechaza por completo la noción de que el yo se basa en los grandes relatos (de amor u otros), que le aportan unidad al ofrecerle una dirección y una continuidad” (p. 210).

Por ello, lo más característico de la experiencia posmoderna es –como ya presagiara Simmel- la vivencia del amor como aventura, noción en la que se dan cita, altamente estilizados, los elementos de excepcionalidad, intensidad emocional, riesgo, y alejamiento de lo cotidiano, característicos del amor romántico. Para Simmel el gusto por los viajes y la aventura simbolizaba la falta de fidelidad a gustos y lugares. En esta línea, “la cultura posmoderna ha presenciado el derrumbe de las historias románticas totalizadoras y eternas, que se han comprimido en un formato más breve y repetible: el del amorío” (p. 232).

A diferencia de los grandes relatos, que dotan de unidad a la vida, “los amoríos son episodios narrativos independientes y cerrados sobre sí mismos, desconectados unos de otros en el flujo de la experiencia, lo que deriva en una fragmentación de la experiencia amorosa” (p. 234).

Frente a la sensibilidad romántica –que vive el amor como “revelación” y pasa la vida en espera de un gran relato de amor eterno– la sensibilidad posmoderna se caracteriza por sustituir la “revelación” por la “excitación”, y cifrar todo el romance en intensidades románticas puntuales, que anulan el sentido de la espera, y eliminan del amor todo resto de “tragedia” (cf. p. 233-4).


Léxicos para el amor

Ahora bien, en su investigación, Illouz no se limitó a analizar las imágenes trasladadas por la publicidad, sino que indagó hasta qué punto el imaginario visual de las personas entrevistadas respondía a esas imágenes.

Entre los resultados más interesantes de la investigación figura el comprobar que la mayoría de los participantes poseían un lenguaje y un constructo separado para amor y romance: “Los signos visuales del romance se asociaban típicamente a sensaciones de espontaneidad, distensión, emoción y alegría. Los signos visuales del amor, por su parte, se asociaban a la solidaridad, la tolerancia y la estabilidad. El significado del romance no siempre coincidía con el del amor, pues el primero se relacionaba con símbolos exteriores de riqueza, juventud, felicidad y glamour, mientras que el segundo se concebía como un vínculo estrecho y resistente que trascendía la categoría cultural estilizada de lo romántico” (p. 149).

Como ella misma concluye, esto supone la división del yo romántico en dos estructuras narrativas incompatibles: la identidad construida en torno al amor como pasión –que reclama aventura– y la identidad construida en torno al amor en la vida cotidiana –que reclama trabajo–.


El discurso de las revistas femeninas

Es sobre todo analizando el discurso de las revistas femeninas donde, según Illouz, resulta más fácil reconocer este esfuerzo por conciliar las exigencias del amor romántico con las exigencias de una relación estable. La “receta” acuñada para ello no es otra que la traslación del discurso racional-económico que rige en nuestra conducta profesional a la esfera de la vida privada.

Por ejemplo, “los artículos (de esas revistas) aconsejan que organicemos la búsqueda de nuestra alma gemela como organizaríamos una búsqueda laboral…; recomiendan a las mujeres con claridad y firmeza que tomen las riendas de sus propios destinos románticos”, y, en última instancia, el mensaje transmitido es que la falta de romance se debe a la falta de esfuerzo (pp. 254-5). Conviene notar, sin embargo, que las estructuras narrativas manejadas en estos artículos responden a dos metáforas radicales o arquetipos: el de la “intensidad” y el del “trabajo” (p. 255).

Si esto último conlleva el que las mujeres importen a las relaciones privadas actitudes racionales que, en un principio, eran consideradas masculinas, por otra parte es interesante comprobar que, como había sugerido Francesca Cancian, a juzgar por el léxico empleado para describir el amor romántico, éste habría sufrido un proceso de feminización.

En efecto: “En contraposición con el ideal caballeresco del cortejo, que apuntaba a perfeccionar el espíritu masculino del valor y heroísmo ascético, las personas entrevistadas apelaron a un modelo cultural que desdibuja la división entre la esfera masculina y la femenina, y subordina a esta última los atributos masculinos tradicionales. Para ser románticos, los hombres deben hacer a un lado (temporalmente) el control de las emociones y la firmeza de la autoridad, cambiando esas cualidades por otras como la ‘delicadeza’, la ‘candidez’ y el ‘cuidado’. Las mujeres, por su parte, sólo deben seguir siendo lo que son ‘por naturaleza’. Así, como ya se ha señalado, la imagen del romance neutraliza las diferencias de género al colocar tanto a los hombres como a las mujeres en la esfera femenina de los sentimientos” (p. 150) –aunque, al mismo tiempo, la inserción del romance en el contexto socioeconómico posmoderno conlleve aplicarle los parámetros de la racionalidad calculadora.


Lo que no explica la economía

Si el objetivo del libro –muy en conformidad con la tradición weberiana de sociología comprensiva– es ilustrar la conexión entre las expresiones culturales del amor y la estructura económica capitalista, el libro lo cumple con creces, pues logra mostrar cómo la estructura económica de producción y consumo encuentra su reflejo en la misma práctica del amor, oscilante entre lo trabajoso y lo placentero. Ahora bien: lo que no queda claro, a pesar de que la misma existencia de dos repertorios culturales contradictorios sobre el amor apunte a ello, es la trascendencia del amor respecto a la misma estructura económica.

En efecto: Illouz explica minuciosamente el proceso de reificación del amor, merced al cual el amor pasa a convertirse en un producto o mercancía más, susceptible por tanto de ser producido y consumido. De ese modo queda en perfectas condiciones para trasladar al amor el comportamiento productivo-consumista que desarrollamos con las cosas: las adquirimos, las usamos y, cuando no nos gustan, compramos otras.

Sin embargo, a lo largo del libro no adquieren suficiente relieve tres cuestiones sin las cuales el tratamiento sociológico del amor queda incompleto: ¿Por qué comienza el amor? ¿Por qué termina? ¿Qué es lo que lo hace perdurar? Omitir estas cuestiones impide superar la ontología presentista que ella misma ha detectado magistralmente en la configuración de la utopía romántica, es decir: impide superar la visión del amor como una instantánea, una experiencia llamada a ser reemplazada por otra; impide verlo, en suma, como algo que entra en el tiempo y reclama fidelidad.

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(1) Eva Illouz, El consumo de la utopía romántica. El amor y las contradicciones culturales del capitalismo. Katz Editores. Madrid (2009), 429 págs. 23 €. T.o.: Consuming the Romantic Utopia: Love and the Cultural Contradictions of Capitalism. Traducción: María Victoria Rodil.

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