extracto del discurso de Joaquín navarro vallas, ex portavoz del vaticano en su doctorado honoris causa por la universidad internacional de Cataluña (UIC)/ jueves 6 de mayo de 2010
“Como es sabido, hace pocos meses fue promulgado el decreto con el que se sancionó el modo extraordinario, heroico con que vivió las virtudes humanas y cristianas. Y esa circunstancia me da ocasión para hablar de él desde una perspectiva que nunca me habría atrevido a enfocar mientras él vivía y yo trabajaba con él. Perspectiva que trasciende la pura consideración historiográfica de Karol Wojtyła.
No puedo decir que me haya sorprendido la rapidez con la que ha procedido su proceso canónico de beatificación hasta la etapa actual. Pero a mi esta etapa me hace recordar los muchos años que en que he tenido la posibilidad de ver desde cerca el modo de ser y de hacer de Juan Pablo II y de poder tocar con mi mano lo que ahora será sancionado como santidad porque quizás no sea necesario recordar que una persona o es santa durante su vida o no lo será nunca.
(…) La evocación de las virtudes de Juan Pablo II suscita la pregunta fundamental sobre qué es lo que ha sido, en él, la santidad. (…) En un santo, el carácter individual se mezcla con el lento trabajo de perfeccionamiento que se cumple en él o en ella durante toda la vida hasta conformarse en una obra maestra y ejemplar que no nos es a nosotros del todo clara y descifrable.
La respuesta específica a la pregunta sobre la santidad de Juan Pablo II diría que no se aleja mucho de la idea que la gente se ha formado de él. Karol Wojtyła era en el ámbito privado exactamente come se veía en público: un hombre de extraordinario buen humor, enamorado, un cristiano que miraba siempre más allá de sí mismo. Por eso no es difícil argumentar en su favor, aunque sea imposible hacerlo convenientemente.
Su peculiaridad personal aparecía principalmente en su relación directa con la trascendencia. Por eso, su espiritualidad era atrayente y simpática, casi naturalmente apostólica y constantemente convincente. Tanto si sufría como si reía – y de las dos cosas era igualmente maestro y discípulo excelente – él no mantenía principalmente una relación especulativa con una divinidad distante y trascendente. En su jornada, estar con Dios era su gran pasión, la más intensa prioridad y, al mismo tiempo la cosa más natural del mundo. Como afirmaba S. Juan de la Cruz – no por casualidad autor muy amado por él – la relación entre Dios y el alma es la de dos amantes.
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