artículo de angel rodriguez luño, profesor de ética y filosofía de la universidad pontificia de la santa cruz (roma)/ www.eticaepolitica.net / martes 18 de mayo 2010
1. ¿Qué es la ley natural?
El concepto de ley natural es un concepto filosófico, del que se han ocupado ampliamente las más variadas orientaciones del pensamiento ético a lo largo de la historia. Es verdad que también está presente en las principales religiones del mundo, y en la religión católica tiene una gran importancia. Pero eso no hace de la ley natural un tema confesional, sea porque la noción es originariamente filosófica, sea porque la religión católica lo ve como un instrumento de diálogo con todos los hombres, que debería permitir la convergencia en torno a unos valores comunes que la actual dimensión global de los problemas éticos hace particularmente necesaria: los problemas comunes exigen soluciones universalmente compartidas.
Entendiéndola en su sentido ético más básico, la ley natural es la orientación fundamental hacia el bien inscrita en lo más profundo de nuestro ser, en virtud de la cual tenemos la capacidad de distinguir el bien del mal, y de orientar la propia vida, con libertad y responsabilidad propia, de modo congruente con el bien humano. Santo Tomás de Aquino la considera como un aspecto inseparable de la creación de seres inteligentes y libres, y por ello la entiende come la participación de la sabiduría creadora de Dios en la criatura racional
Esta ley, dice Santo Tomás, “no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar”. Con estas palabras se quiere afirmar que la inteligencia humana tiene la capacidad de alcanzar la verdad moral, y que cuando esta capacidad se ejercita rectamente y se logra alcanzar la verdad, nuestra inteligencia participa de la Inteligencia divina, que es la medida intrínseca de toda inteligencia y de todo lo inteligible y, en el plano ético, de todo lo razonable. En virtud de esa presencia participada, nuestra inteligencia moral tiene un verdadero poder normativo, y por eso se la llama ley.
Para entender bien qué es la ley natural conviene no olvidar que la noción de ley es análoga. Lo que a nosotros nos resulta más conocido son las leyes políticas emanadas por el Estado, y por eso existe el peligro de entender la ley natural como la expresión de un poder que se nos impone, o bien como un código inmutable de leyes ya hechas deducible especulativamente de una concepción de la naturaleza humana, como en siglos pasados pretendió el racionalismo
A mi juicio es importante entender bien el significado de la razón práctica en la constitución de la ley natural. La ley natural no es una especie de código civil universal. En realidad no es otra cosa que el hecho, incontestable, que el hombre es un ser moral y que la inteligencia humana es, de suyo, también una inteligencia práctica, una razón moral, capaz de ordenar nuestra conducta en vista del bien humano. Con otras palabras, ley moral natural significa que la instancia moral nace inmediata y espontáneamente del interior del hombre, y encuentra en él una estructura que la alimenta y sostiene, sin la cual las exigencias éticas serían opresivas e incluso completamente ininteligibles.
La ley moral natural fundamentalmente está formada por los principios que la razón práctica posee y conoce por sí misma, es decir, en virtud de su misma naturaleza. La ley natural es la ley de la razón práctica, la estructura fundamental del funcionamiento de la razón práctica, de todas sus evidencias y de todos sus razonamientos. Pero hay que añadir inmediatamente que la razón práctica se diferencia de la razón especulativa porque la razón práctica parte no de premisas especulativas, sino del deseo de unos fines, que la ponen en movimiento para buscar el modo justo de realizarlos. Por eso la razón práctica se mueve en el ámbito de las inclinaciones naturales, de las tendencias propias de la naturaleza humana (como son, por ejemplo, la sociabilidad, la creatividad y el trabajo, el conocimiento, el deseo de libertad, la tendencia sexual, el deseo de amar y de ser amado, la tendencia a la propia conservación y la seguridad, etc.).
La ley moral natural se llama “natural” porque tanto la razón que la formula como las tendencias o inclinaciones a las que la razón práctica hace referencia son partes esenciales de la naturaleza humana, es decir, se poseen porque pertenecen a lo que el hombre es, y no a una contingente decisión que un individuo o un poder político puede tomar o no. De aquí procede lo que suele llamarse “universalidad” de la ley moral natural. La universalidad de la ley natural no se debe concebir como si se tratase de una especie de ley política válida para todos los pueblos de todos los tiempos. Significa simplemente que la razón de todos los hombres, considerada en sus aspectos más profundos y estructurales, es substancialmente idéntica.
La universalidad afirma la identidad substancial de la razón práctica. Si la razón práctica no fuese unitaria en sus principios básicos, no sería posible el dialogo entre las diversas culturas, ni el reconocimiento universal de los derechos humanos, ni el derecho internacional.
Esta universalidad coexiste con la diversidad de aplicaciones prácticas por parte de los diferentes pueblos a lo largo de la historia, diversidad que se hace más grande cuanto más lejos de los principios básicos están los problemas de que se trata.
Si quisiéramos añadir algunas consideraciones desde el punto de vista cristiano, habría que decir que la ley moral natural es objetivamente insuficiente y fragmentaria. Es insuficiente para ordenar la convivencia social, y por eso ha de ser completada por las leyes civiles; y, en la práctica, es también insuficiente para garantizar la realización del bien personal: aunque, en línea de principio, indica todas las exigencias del bien humano, no posee la fuerza necesaria para evitar el oscurecimiento de la percepción de algunas exigencias éticas, debido al desorden introducido por el pecado en el hombre.
Por otra parte, considerada la totalidad del designio salvífico de Dios, es obvio que el bien sobrenatural del hombre, es decir, la realización de la unión con Cristo a través de la fe, la esperanza y la caridad, excede completamente el alcance de la ley moral natural.
2. Ley moral natural y percepciones morales erróneas
La existencia de la ley moral natural es compatible con la existencia y difusión de percepciones morales erróneas. Se trata de una cuestión compleja, sobre la que aquí me limitaré a proponer dos consideraciones.
La primera es que la ley moral natural es “natural” de modo muy parecido a como es natural para el hombre el lenguaje oral y escrito: los animales irracionales nunca conseguirán hablar, en cambio el hombre tiene la capacidad natural de hacerlo. Pero el ejercicio efectivo de esa capacidad requiere un largo período de aprendizaje. Y así como la calidad del lenguaje oral y escrito de cada uno depende de la calidad de su educación, así también de la diversa educación moral y humana dependerá en buena parte el valor de verdad de los juicios morales que cada uno formula.
Esto no constituye en realidad una objeción válida acerca de la existencia de la ley natural. Podría constituir una objeción la existencia de hombres completamente amorales, sin razón práctica, que no asumiesen, ante la propia vida o ante la de los demás, una actitud de valoración y de juicio; pero esto no sucede: por más que a veces se puedan encontrar comportamientos morales muy deformados, nunca son plenamente amorales. Del hecho que una capacidad natural pueda desarrollarse poco o ejercitarse de manera defectuosa, no es lícito concluir que tal capacidad no existe. Es verdad, en cambio, que el recto ejercicio de esa capacidad es una gran responsabilidad personal y colectiva.
La segunda consideración pertinente es que no todos los elementos de la ley natural tienen la misma evidencia. Considerada en su más íntima estructura, la ley natural está constituida por principios reguladores de la actitud (uso, posesión, deseo) ante los diferentes bienes humanos (tiempo, dinero, salud, amistad, sexualidad, etc.), que son las virtudes. Pero colocándonos en el plano de la reflexión sobre la actividad reguladora de la razón práctica, muchas de las exigencias de las virtudes se pueden formular como preceptos, y por eso se puede hablar de preceptos de la ley natural. No todos estos preceptos tienen la misma evidencia. En este sentido, Santo Tomás distingue tres órdenes de preceptos:
1) los principios primeros y comunes, que gozan de la máxima evidencia y que son aplicables a los diferentes ámbitos del obrar (la regla de oro, por ejemplo);
2) los preceptos secundarios muy cercanos a los preceptos de primer orden, que se refieren ya a ámbitos específicos del obrar (relaciones interpersonales, sexualidad, comercio, etc.), y que pueden ser alcanzados a partir de los de primer orden por medio de razonamientos sencillos y al alcance de todos. A este nivel está el Decálogo;
3) los preceptos secundarios más lejanos de los preceptos primeros, y que pueden ser conocidos a partir de los de segundo orden mediante razonamientos difíciles, que no están desde luego al alcance de todos. Santo Tomás dice que la generalidad de las personas llegan a conocer los preceptos de tercer orden mediante la enseñanza de los sabios.
En este tercer orden de preceptos me parece que está, por ejemplo, la absoluta indisolubilidad del matrimonio. A mi modo de ver, buena parte de los fenómenos actuales que son objeto de debate y que causan no poco dolor ponen de manifiesto el oscurecimiento, en el nivel individual y social, de percepciones morales de notable importancia, pero que en su mayor parte pertenecen a lo que hemos llamado antes preceptos de tercer orden, aunque en algún caso el oscurecimiento está llegando por desgracia bastante más arriba.
No cabe duda de que las personas y los pueblos pueden equivocarse en el modo de proyectar su vida. La historia y la experiencia lo demuestran. Pero la historia también demuestra que las personas y los pueblos no pierden la capacidad de auto-corregirse, y de hecho han logrado corregir total o parcialmente errores importantes como son la esclavitud, la discriminación racial, la atribución a la mujer de un papel subordinado en la vida familiar y social, la concepción absolutista del poder político, etc.
La ley natural es desde luego la norma según la cual todos, creyentes y no creyentes seremos juzgados, pero en el plano operativo se la debe ver no como un argumento de autoridad para condenar a otros, sino como un tesoro que está en nuestras manos y que comporta una tarea: contribuir mediante el diálogo y la acción inteligente para que la evolución de las personas y de los pueblos sea siempre un verdadero progreso.
En orden a esta contribución positiva conviene reflexionar sobre las causas del oscurecimiento de algunas cuestiones éticas que en el pasado parecían de una evidencia indiscutible. Se trata sin duda de causas complejas. Entre ellas tiene mucha importancia, a mi juicio, un modo no exacto de concebir la relación entre las cuestiones éticas y las ético-políticas.
Siempre se ha sabido que la consecución de la madurez moral personal no es independiente de la comunicación y de la cultura, es decir, de la lógica inmanente y objetivada en el ethos del grupo social, un ethos que presupone compartir ciertos fines y ciertos modelos, y que se expresa en leyes, en costumbres, en historia, en la celebración de eventos y personajes que se adecuan a la identidad moral del grupo. Por este motivo se consideraba razonable reforzar mediante diversas formas de presión familiar, social y política, exigencias éticas de índole personal o social.
En los diversos países, y a lo largo de la historia, muchas veces se logró un adecuado equilibrio entre la protección del ethos social y la libertad personal, pero en tantas otras ocasiones se han creado situaciones de hecho y de derecho no suficientemente respetuosas de la autonomía personal y de la distinción que existe y debe existir entre el ámbito público y el privado.
La cuestión es difícil, y no podemos detenernos en ella. Lo cierto es que ciertas situaciones históricas hacen que hoy pueda ser creíble a los ojos de muchos la crítica dirigida a ciertas normas morales en nombre de la libertad y, sobre todo, que resulte aceptable para muchos conceder una hiper-protección legal a comportamientos nocivos que no la merecen, por el simple hecho de que quizá en el pasado tuvieron que sufrir una censura que no siempre conseguía respetar de modo equilibrado el ámbito de la autonomía personal privada. El caso de las conductas homosexuales puede servir de ejemplo.
Repito que la cuestión es difícil. Me he ocupado de ella en algunas publicaciones dedicadas al estudio del relativismo ético-social.
En todo caso, la herencia del pasado explica que quien se opone a los que con ligereza inadmisible sacrifican la verdad sobre el altar de la libertad, hayan de hacerlo con modalidades que ni siquiera den la impresión de que están dispuestos a sacrificar la libertad sobre el altar de la verdad, actitud esta última que tampoco sería aceptable, porque la libertad es un bien humano fundamental y forma parte sin duda del bien común. En todo caso, pienso que algunas consideraciones sobre la relación entre la ley natural, el derecho natural y la política pueden tener algún interés.
3. Derecho natural y política
Se llama “derecho natural” a un ámbito particular de la ley natural: el ámbito de la justicia. El derecho natural es por ello algo más restringido que la ley natural. Se refiere fundamentalmente a la relación entre personas, entre instituciones o entre personas e instituciones, y por eso está en la base del orden social.
El derecho natural no es un cuerpo de leyes distinto de lo que nosotros llamamos hoy “ordenamiento jurídico” o cuerpo de las leyes del Estado. Aristóteles lo entendía de otra manera. En el derecho y en las leyes políticas, dice en la Ética a Nicómaco hay dos componentes: uno natural y otro legal. Es natural “lo que tiene en todas partes la misma fuerza, independientemente de que lo parezca o no”; es legal “aquello que en un principio da lo mismo que sea así o de otra manera, pero una vez establecido ya no da lo mismo”.
El derecho natural es una parte de lo que comúnmente llamamos derecho y ley, la parte que es naturalmente justa y por ello debe ser siempre así. Si consideramos, por ejemplo, la ley de tráfico española e inglesa, por la cual en España los automóviles van por la derecha de la carretera y en Inglaterra en cambio por la izquierda, se distingue en ella algo natural y algo convencional: es naturalmente justo y razonable que, dada la impenetrabilidad de la materia y mientras ésta dure, los coches que van y los que vienen no pueden ir por el mismo lado de la carretera; es convencional que los automóviles vayan por la derecha o por la izquierda.
Se puede elegir lo que más guste, pero una vez que se llegue a una decisión, todos la han de aceptar. El respeto de la justicia natural asegura un primer ajuste de la vida social a la realidad del mundo y al bien de las personas y de los pueblos. Si alguien se empeña en organizar la vida social como si la tierra fuera cuadrada o como si los hombres se encontrasen a gusto a una temperatura ambiente de diez grados bajo cero, se estrellará y, si todos le seguimos, nos estrellaremos todos. El respeto de lo que es justo por naturaleza es parte esencial de una característica fundamental de toda ley: la racionalidad, el ser razonable.
Los que trabajan en el mundo de la justicia, y muy particularmente los gobernantes y los legisladores, suelen notar una cierta incomodidad ante el concepto de derecho natural, porque les parece que se puede convertir en una instancia a la que cada ciudadano se puede apelar para desobedecer, por motivos de conciencia, a las leyes del Estado. El derecho natural se podría convertir en un instrumento desestabilizador en manos del arbitrio o de los intereses subjetivos, principio de desorden, enemigo de la certeza del derecho.
Es una desazón semejante a la que suscita en los gobernantes la idea de objeción de conciencia y, en general, todo lo que podría justificar la desobediencia a las leyes.
No cabe duda de que puede haber algo de verdad en estos temores, y en ocasiones lo habrá. Pero si vamos derechamente al núcleo de la cuestión, habrá que reconocer con Karl Popper que la “sociedad abierta”, democrática y laica, se fundamenta sobre el dualismo fundamental entre “datos de hecho” y “criterios de valor”. Una cosa son los datos de hecho (leyes e instituciones concretas) y otra son los criterios éticos justos y verdaderos, que son independientes y superiores al proceso político que produce los datos de hecho. Los datos de hecho pueden conformarse a los criterios racionales de justicia, y generalmente se conforman, pero pueden también no conformarse.
Como añade Popper, querer negar dicho dualismo equivale a sostener la identificación del poder con el derecho; es, pura y simplemente, expresión de un talante totalitario.
El totalitarismo es un monismo, es poner todo en las mismas manos, identificar la fuente del poder político con la del valor moral y con la de la racionalidad.
Es cierto que las instituciones políticas gozan de una autonomía política y jurídica, pero esto no comporta en modo alguno negar la trascendencia de los criterios de valor sobre los hechos y los acuerdos políticos.
Quien negase esta dualidad, estaría a un paso de “convertir los hechos mismos —mayorías concretas, medidas legislativas, etc.— en valores políticos supremos y moralmente inapelables”. No obstante lo dicho, el cuerpo legislativo es política y jurídicamente autónomo.
Efectivamente, lo es y lo debe ser. Pero la autonomía del cuerpo legislativo no es el único principio de nuestro sistema social. La autonomía del cuerpo legislativo se encuadra en un largo proceso, que ha tenido lugar en la teoría política moderna, que se propuso como objetivo asegurar algunos elementos básicos del derecho natural, como son los derechos humanos y otras exigencias de la justicia, mediante un sistema de garantías jurídicas e institucionales.
Una de esas garantías es la división de poderes. El poder legislativo ha de ser autónomo también en su relación con el poder ejecutivo, para lo cual, sobre todo por lo que se refiere a los temas discutidos o éticamente sensibles, la disciplina de partido no puede sofocar el derecho de cada miembro del Parlamento a no aprobar con su voto lo que en conciencia considera que es un mal importante para el propio país: cada parlamentario suele pertenecer a un partido político, pero no es un robot.
El poder judicial también debe ser autónomo en el ejercicio de su función de aplicar equitativamente las leyes, y ello exige independencia e imparcialidad tanto por parte de los magistrados que juzgan como por parte de los que instruyen y de los que acusan. Ni los unos ni los otros pueden ser vistos como funcionarios dependientes del poder ejecutivo (pues no serían autónomos) ni de los partidos políticos (pues entonces no serían imparciales).
Otro medio de protección de los derechos humanos y de otros contenidos del derecho natural es la Constitución. La Constitución de un país es, por definición, una limitación del poder de legislar, y por ello su interpretación no puede quedar sometida a los juegos de las mayorías y de los acuerdos políticos que determinan las opciones del legislador ordinario. Para que estos sea una realidad, el organismo encargado de controlar la constitucionalidad de las leyes ha de ser verdaderamente autónomo e imparcial, y su actividad tendrá como punto de referencia único y exclusivo los valores en que ha ido cristalizando el constitucionalismo occidental.
El nombramiento y la duración del mandato de los jueces constitucionales debe responder a procedimientos que sean y parezcan libres de cualquier sospecha. Un Estado sólo es verdaderamente constitucional cuando existe la garantía de que ciertas cosas no podrán ser hechas ni por un ciudadano, ni por una parte política ni siquiera por todos los ciudadanos juntos. Ejemplos de cosas que ninguno puede hacer podrían ser los siguientes: lesionar los derechos humanos, dejarlos sin tutela y vaciarlos de contenido en la práctica; limitar las libertades fundamentales si no es por una razón gravísima y por breve tiempo; sofocar el pluralismo en los diversos ámbitos de la vida social (enseñanza, información, política, religión, etc.); deformar las instituciones fundamentales del sistema político y del sistema social; extender la acción del aparato estatal a ámbitos que pertenecen a la autonomía privada de los ciudadanos o de las familias, intromisión que también puede revestir la forma de hiper-protección. Estas cuestiones, y otras que se podrían mencionar, son claras exigencias del derecho natural, que quieren garantizar en la vida social un orden que garantice la vida, la libertad y la justicia.
Los gobernantes podrían objetar que, si las cosas están así, se les escapa el poder de las manos y no pueden llevar a la práctica su programa electoral. Es verdad que en la política moderna el ejecutivo tiene el derecho de realizar el programa aprobado por los electores, pero tal derecho no es ilimitado. Tiene los límites institucionales que estamos mencionando, y desde luego no otorga la potestad de atropellar las garantías institucionales de la libertad y de la justicia.
Para cualquiera que conozca la historia de la tradición política moderna occidental es evidente que la libertad no es un valor abstracto. La libertad se defiende en cuanto que es la forma propiamente humana de la vida. Vivir como hombres es vivir libres. Inicialmente, la política europea moderna se propuso defender el valor de la vida. Por eso Norberto Bobbio quiso recordar, cuando en Italia se discutía acerca de la ley del aborto, “que el primer gran escritor político que formuló la tesis del contrato social, Thomas Hobbes, sostenía que el único derecho al cual los contrayentes no habían renunciado al entrar en sociedad era el derecho a la vida”
Y en otra ocasión, pero en el mismo contexto, añadió: “Me asombra que los laicos dejen a los creyentes el privilegio y el honor de afirmar que no se debe matar”.
La advertencia de los límites que llevaba consigo el absolutismo de Hobbes, hizo entender a los escritores políticos posteriores que una vida sin libertad y sin justicia no es una vida humana, y así el ideario político occidental se fue organizando no sólo en torno al valor de la vida, sino también en torno a la libertad y a la justicia. Pero la libertad seguía siendo la forma más alta de la vida, la vida humana libre, por lo que resultaba inconcebible que la libertad pudiera alzarse contra la vida. Por eso la vida es en realidad el primer valor protegido por la tradición constitucional moderna de Occidente.
Existen otros valores sustanciales pertenecientes al derecho natural, sobre los que ahora no es posible detenerse. Aquí he querido dedicar más atención a las garantías estructurales y procedimentales del derecho natural, y lo he hecho deliberadamente por dos razones: para mostrar su valor ético, en cuanto que son garantías de la libertad y de la justicia, y porque ninguno tiene el monopolio de lo razonable.
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